Elecciones EEUU 2008

ESTAMPAS de los estados unidos

La banca siempre gana

Atlantic City, conocida como Las Vegas de la costa Este, es el espejismo de un lujo
fingido, una especie de coartada para justificar que todo gira en torno al juego

OSKAR L. BELATEGUI Enviado especial Atlantic City (Nueva Jersey) | 23 de octubre de 2008


"Atlantic City", la película, atesora una imagen inolvidable: Susan Sarandon se restriega el cuerpo con limones para quitarse el olor a ostras bajo la mirada lasciva de Burt Lancaster. La actriz encarna a la empleada de un restaurante que sueña con ser croupier. Aquella ciudad decadente que dibujó Louis Malle, donde se cruzaban buscavidas y pardillos, hoy rebosa de americanos de clase media-baja que viven por unas horas la ilusión de la fortuna. Un destino para jubilados que ejemplifica la pasión nacional por el juego y su sentido estético del kitsch y lo hortera. Menos mal que en Marina D"Or todavía no han descubierto las máquinas tragaperras.


Estados Unidos adora las cifras, por eso los folletos turísticos de esta Las Vegas de la costa Este abruman: 33 millones de visitantes se dejaron los cuartos el año pasado en sus once casinos; 1.052.493 gominolas se emplearon en la réplica de Lucy, la elefanta que decora el Caesar"s. Llegar a Atlantic City es gratis. Nada más bajarse del autobús, un empleado del casino canjea el valor del billete. La vuelta también se regala, no sea que nos quedemos sin un dólar. Vienen muchos chinos, de los que en España atemorizan a los dueños de un bar con tragaperras. Utilizar el autobús ya equivale a un estatus poco boyante. Aquí no eres nadie sin coche, y el encanto cinematográfico de los autocares Greyhound, con su silueta de un galgo, se esfumina al padecer sus retrasos. «Este autobús está equipado con "lavoratorio" para su comodidad», advierte en castellano una placa.
Cada casino cuenta con su propia estación en los sótanos. Todos son temáticos, como sus hermanos en Las Vegas. Fachada Disney, corazón de rapiña. El Caesar"s rinde tributo a la Roma clásica; el Bally"s al salvaje Oeste; el Trump Taj Mahal a las Mil y una Noches; el Borgata es el más reciente y va de "high tech"... Sus entrañas resultan similares: vastas extensiones enmoquetadas con máquinas, ruletas y mesas de blackjack. Ciudades sin ventanas sometidas a un estruendo continuo de hilo musical y ruidos electrónicos. Hay restaurantes y tiendas para no pisar la calle. Abren las veinticuatro horas.

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HAGAN JUEGO. Jugadores en el casino del Resorts Atlantic City, en nueva Jersey / AP.

Dejarse la pasta

Los hoteles son baratos pese a los servicios que ofertan: camas "king size", televisor de plasma y papel higiénico con relieve. Un lujo fingido, una suerte de coartada para justificar que todo gira en torno al juego, que el único propósito de venir a Atlantic City es dejarse la pasta. Sin embargo, el dinero compra la clase. Madonna, Alice Cooper y la estrella de la televisión Jay Leno actuarán en breve en los casinos, donde se celebra todos los años el concurso de Miss América. Si alguna vez Atlantic City tuvo "glamour", se quedó en la fachada del Resorts, que exhibe las huellas de estrellas en un desprejuiciado "quién es quién": Dean Martin, Frank Sinatra, Tom Jones, Pavarotti, Julio Iglesias, Cher, Zubin Mehta...


«Esto es democracia tío, esto es América. No como en ese sitio de Europa... ¿Cómo se llama? Mónaco, donde te exigen esmoquin para jugar». Charlie lleva 20 años de croupier en la ciudad. Hoy está de libranza y por eso se va de la lengua. En el interior de los casinos ni siquiera se pueden hacer fotos. «Aquí todo el año tenemos gente. En verano vienen familias a la playa y el resto del tiempo los viejitos que se funden la pensión. El juego no tiene nada bueno. Juegas siempre contra un banco». La mayoría de los empleados vienen diariamente a la ciudad, hasta disponen de aparcamientos propios señalizados en la autopista. Charlie vive junto al Tropicana. «En Las Vegas hay más vida social, aquí no se puede hacer gran cosa».


La ludopatía debe hacer estragos en un país donde es habitual ver rascar boletos a la venta en estancos y supermercados. A semejanza de las advertencias hipócritas de los paquetes de tabaco, hay carteles con una línea de teléfono 800 por si se sufren «problemas con el juego». Ninguna máquina funciona ya con monedas, pasó a la historia la imagen de la viejecita de pelo azul con un vaso de plástico repleto de dinero. Unas tarjetas recargables permiten jugar por diversión o arruinar a la familia. Hay apuestas desde cinco centavos hasta quinientos dólares. Aprietas un botón, giran los tambores y tres segundos después, zas, se han esfumado cien dólares (unos 78 euros).

Primeras marcas

«Yo no he notado la crisis, creo que hasta se juega más cuando las cosas van mal», explica Adele, que regenta una tienda fuera de los casinos. Cuenta que el Caesars ha abierto una galería comercial con marcas de lujo. «Gucci, Fendi, Tiffany"s... Pero no va nadie, porque es demasiado caro para aquí». Adele tiene un hijo que lleva un año intentando vender su casa en Seattle. Como no hay comprador, ha alquilado un par de habitaciones para poder pagar la hipoteca. «La gente está perdiendo las casas porque les concedieron préstamos cuando no debían haberlo hecho. No sé quién arreglará esto. Mc Cain está viejo y enfermo. No quiero que le pase algo y le suceda Sarah Palin; tengo amigos en Alaska y me han dicho que, como gobernadora, ha llevado el estado a la bancarrota».


Más allá de alguna camiseta de Obama en los puestos de souvenirs, las elecciones no existen en Atlantic City. La plaza Don King -aquel extravagante mánager de boxeo- convive con el bulevard Martin Luther King. La música no parece espantar a las gaviotas en el primer paseo marítimo con tarima de madera que se construyó en el mundo. Fue en 1870 para unir a los hoteles que se asoman a una bellísima playa con dunas a la que nadie parece hacer caso. Un parque de atracciones medio abandonado y los indigentes que vagan por el "pier" infunden, al fin, el tono decadente de la película de Louis Malle.


Los Stevens están encantados. Han venido de Newark «por la alegría de las maquinitas». La madre hace una mueca: ha perdido mil dólares (780 euros). «El dinero como viene se va». Con proverbial mal gusto, alaban al país del periodista: «Torremolinos, Mijas... ¡Maravilloso!». Nassir ni siquiera habrá visto mil dólares juntos. Empuja uno de los carritos que recorren el paseo, taxis de tracción humana a cargo de una ONU de tez oscura. «Ahora han llegado muchos búlgaros, buena gente, trabajadora». Nassir trabaja algunos días en el Borgata. Cobra 6,5 euros la hora. Se esfuerza en hacer entender su particular teoría sobre el 11-S. «Hay 65 profesores universitarios en América que confirman que los edificios junto a las Torres Gemelas se desplomaron por cargas explosivas en los sótanos. ¿Por qué no ha salido en los medios?».

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