Elecciones 2008 - 9 de Marzo

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Estampas de un país | TERRORISMO

Estampas de un páis


El lugar del crimen

JON AGIRIANO | MONDRAGÓN

Una mirada a la calle Navas de Tolosa, en el barrio obrero de San Andrés, en Mondragón, donde Isaías Carrasco nació, creció y sacó adelante a su familia hasta ser asesinado por ETA

La calle, acordonada por la Ertzaintza, donde tuvo lugar el atentado. /EFE

LAS IMÁGENES

La tarde pasaba despacio y el el cielo se oscurecía rápido ayer en San Andrés.

El escenario del crimen es una vieja estampa del país. Existe, pues, una triste familiaridad en la imagen que el visitante se encuentra cuando llega al lugar del asesinato de Isaías Carrasco. En cierto modo, todo resulta conocido: las unidades móviles aparcadas en las aceras, las cámaras alineadas frente al cordón policial, los fotógrafos imaginando encuadres, el ir y venir de periodistas a la búsqueda de testimonios, los curiosos, los vecinos asomados a las ventanas observando ese trasiego extraño que les recuerda a algo ya visto... Tristemente, en Euskadi sobran experiencias de asesinatos.

A Isaías le mataron a la salida de casa, en su barrio de toda la vida. Nunca quiso salir de él. Viendo San Andrés -y más haciéndolo una tarde de luto, fría y oscura como el ánimo ayer de las buenas gentes- uno se pregunta por qué, de dónde salen los lazos que te retienen para siempre a un lugar que no tiene nada salvo memoria. Quizás baste con ella. San Andrés es una barriada de protección oficial, construida deprisa y corriendo en los años sesenta para acoger a la legión de gallegos, extremeños y castellanos que vino a trabajar en las cooperativas de Mondragón, sobre todo en Fagor. Hay muchas como ella en todas las cuencas industriales de España. ¿Quién no reconocería ese paisaje obrero, esa estética humilde que ya anuncia por sí sola un pasado y un destino? Son siempre hileras de casas hechas en serie, con la uniformidad y la simetría de las colmenas. Suelen tener cinco o seis alturas, tiestos y ropa tendida en la fachada y balcones estrechos, muchos de ellos cubiertos ahora con mamparas para aumentar así el tamaño del pequeño salón familiar.

Un hombre de barrio

Isaías Carrasco era un hombre de San Andrés. De lo contrario, sus vecinos nunca le hubiesen votado para concejal de barrio. Nació en el número 8 de la calle Aramaio, donde todavía vive su madre viuda, la abuela de sus tres hijos. Y desde que se casó vivía en la calle de al lado, la paralela: Navas de Tolosa. Hasta el nombre denuncia un tipo de origen. Otro tiempo. Como en todo Mondragón, en San Andrés se ven muchas fotografías de presos de ETA -hablamos del pueblo de los hermanos Iturbe o de Zabarte Arregi- y sobran los carteles de ANV pidiendo la abstención. Los clamores de los que ayer callaban están en muchas paredes. De hecho, muy cerca del escenario del crimen, en la esquina de Doctor Báñez con Navas de Tolosa, frente a la ikastola Bedoñabe, un contenedor de vidrio todavía exigía la libertad para Iñaki de Juana Chaos.

Pero la izquierda abertzale, mayoritaria en este municipio del Bajo Deba, no está en el alma de San Andrés. Durante décadas ha colonizado su imagen a base de miedo, pero no ha llegado a su médula sentimental. A su alma. Porque San Andres tiene un alma emigrante. Se nota en las caras, en los acentos, en las batas de guata, en las sábanas tendidas, en ese hombre del sur que fuma una faria en el balcón, junto a la jaula de un periquito y una estampa de la Virgen de la Regla; un hombre viejo y curtido que prefiere no hablar -apenas dice que fue amigo de Isaías Carrasco padre-, pero cuyo gesto indignado y sombrío lo dice todo. Se morirá sin entender cómo alguien puede matar a un obrero de San Andrés.

El alma de este tipo de barrios, piensa el visitante, puede ser tanto una fuente de vergüenza como de orgullo. Los hay que prefieren olvidar sus orígenes lentamente y quienes se parten la cara por ellos. Isaías Carrasco era de éstos: un vasco de San Andrés, de Mondragón y de Morales de Toro, un socialista sencillo y valiente que nunca se arrugó frente a los violentos. Ni siquiera cuando la Casa del Pueblo de la calle Olazar -ahora ya cerrada- era objetivo de asaltos semanales y las amenazas de muerte eran continuas.

San Andrés era ayer un coro de preguntas sin respuesta. Manuel del Río, un jubilado gallego, era vecino de Isaías Carrasco. El del piso de abajo. Se enteró de su muerte mientras comía. Escuchó las sirenas y sintió una extraña inquietud en el ambiente. Luego llegó la noticia y sintió un aguijonazo en el estómago. Asomado a la ventana del salón, Manuel resopla.

-«Dígame. ¿Cómo se puede hacer esto a un chaval con tres hijos que nunca ha hecho nada malo? Dígamelo. A un hombre que sólo se dedicaba a trabajar y a estar con su familia...»-, se lamenta.

Muy cerca de allí, cruzando por delante del cordón policial, José Luis Pérez regresa a casa. Conocía a Isaías de toda la vida. Le sacaba nueve años y le vio crecer en las calles del barrio y jugar al fútbol en el Pedrusco y defender al Athletic en los bares, durante la ronda de chiquitos.

-«Yo me pregunto por qué y para qué. Y me lo voy a preguntar toda la vida»-, dice este empleado de Fagor Arrasate.

Vecinos y amigos

Las cintas de plástico del cordón policial están sujetas a los canalones de las casas. El lugar exacto del crimen queda a unos cincuenta metros. A ambos lados de la calle hay coches aparcados, unos en fila y otros en batería. Junto al coche de Isaías se ven unos carteles amarillos con números. Indican la situación de los casquillos de bala que los terroristas utilizaron para acribillar a su víctima indefensa. En el suelo se ven también tres guantes de látex y dos vendas ensangrentadas. Encapuchados y con chalecos antibalas, los agentes de la Ertzaintza inspeccionan la calle y el pequeño jardincillo con setos de aligustre que hay delante de las casas. El trabajo parece muy metódico. Hay agentes que observan con una lupa el rastro de la sangre de Isaías. Otro apunta datos en un portafolios. Viendo la escena, rodeados de periodistas, algunos vecinos de otros barrios se preguntan en voz alta cuándo podrán sacar su coche. Un agente les oye y se encoge de hombros.

-«Cuando den la orden»-, masculla.

La tarde pasaba despacio y el el cielo se oscurecía rápido ayer en San Andrés. A lo lejos, la cima nevada del Gurutxeberri se iba perdiendo en las sombras. Incluso para los periodistas resultaba cada vez más duro permanecer allí. Quizás porque, a medida que preguntaban, iban conociendo más a Isaías Carrasco y sintiendo su muerte como algo más íntimo. No tanto, en cualquier caso, como su amiga Lourdes Martínez, que se pone a llorar cuando recuerda los días felices de la infancia compartida, cuando jugaban al escondite y a policías y cacos en el solar donde ahora se levanta Polemtasa. Lourdes no deja de llorar. Había hablado con Isaías la semana pasada y dice que le vio encantado con las obras que estaba haciendo en su bungalow de Fuenmayor. Ahora le preocupa su madre.

-«Me han dicho que está en casa de una vecina. Todavía no le han dicho nada. Pobre mujer, con lo pachucha que anda»-, solloza, camino de la parada del autobús.

Al otro lado de la calle, en los bares que salpican los soportales de la plaza, en el Itxaso, el Lizarra o el Avenida, las televisiones devuelven imágenes ya vistas otras veces: delaraciones oficiales de políticos compungidos, testimonios de vecinos tristes y el lugar del crimen, tan conocido.