JON AGIRIANO | CEUTA
Cerca de quinientos inmigrantes ilegales, en su mayoría subsaharianos, esperan en el CETI de Ceuta que se cumpla su sueño de obtener el permiso de residencia en España
A la espera. El liberiano Jackson Triky ( a la derecha) y unos niños en el comedor del CETI. ignacio Pérez
El Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes de Ceuta se inauguró en abril de 2000, pero fue cinco años antes cuando algunos comenzaron a intuir que acabaría siendo necesario. Dicen en la ciudad autónoma que el primero en llegar fue un ghanés. La Policía se lo encontró vagando por las calles y su caso extraño fue muy comentado. La vigilancia en la frontera era entonces mínima y no existía una valla de seguridad, con lo cual el joven subsahariano no tuvo mayores problemas para entrar ilegalmente en España. El goteo de inmigrantes continuó hasta que, de repente, se desbordó. África estaba llamando a la puerta. Centenares de jóvenes sin papeles comenzaron a entrar en Ceuta y a hacinarse en un campamento chabolista cerca de la playa de Calamocarro. En poco tiempo, la situación se hizo insostenible.
-«Aquello se convirtió en un polvorín. Se produjeron algunos altercados graves y el Gobierno tomó cartas en el asunto. Se reforzó la vigilancia de la frontera, se levantó la valla y, en unos terrenos que cedió el Ejército, se construyó este centro con 512 camas. El objetivo era que los inmigrantes pudieran vivir en unas condiciones dignas hasta que se resolviese su expediente administrativo», explica Valeriano Hoyos, un funcionario ceutí, sociólogo de carrera, que lleva cuatro años al frente del CETI.
Alrededor de 500 inmigrantes esperan estos días en Ceuta que se decida su destino. Forman parte de los 1.400 que entraron ilegalmente por esta frontera en 2007. No se trata de una cifra alta. El invierno también es temporada baja para las entradas clandestinas y, además, Marruecos ya no permite aglomeraciones junto a la valla. Aún así, continúan entrando, ya sea en pequeñas pateras o escondidos en coches y camiones. A uno le sorprendieron disfrazado de asiento de conductor. Lo curioso no es que fuese acurrucado y cubierto con una lona, sino que llevaba a un tipo encima, al volante. Al cabo de cinco o seis meses, la mayoría de los huéspedes acaba recibiendo el permiso de residencia y es trasladado a España, donde queda al cargo de alguna ONG o se le instala en los centros de acogida de Alcobendas, Vallecas, Mislata y Sevilla. El resto son deportados. (Dos días después de realizar este reportaje, 60 paquistaníes fueron devueltos a su país).
Fútbol y aerobic
Hasta que se adopta la decisión, una plantilla de 85 personas, entre abogados, psicólogos, profesores, monitores, traductores, médicos, enfermeros, cocineros y vigilantes, se encarga de darles formación, informarles de sus derechos y ofrecerles una vida lo más agradable posible. Y la impresión es que lo consiguen. Una mañana cualquiera, el ambiente en el CETI tiene algo de hotel barato y de internado de estudiantes ociosos. Los inmigrantes, en su mayoría subsaharianos, van y vienen, toman el sol, charlan en corrillos, preparan la colada, van a clase o hacen deporte, desde fútbol a baloncesto pasando por aerobic o cricket.
-«Hay que reconocer que nosotros somos los buenos en el tema de la inmigración. De hecho, esto no es un centro de internamiento. Ellos tienen un tarjeta y pueden entrar y salir. Nuestra labor es humanitaria»-, explica Hoyos.
Entre la una y las dos de la tarde, los inmigrantes que lo desean tienen cita con África Ruiz, una profesora ceutí que lleva siete años trabajando en el CETI. Comenzó con los niños pequeños del centro, luego pasó a dirigir el aula de Informática y ahora dedica su energía contagiosa a dar clases de alfabetización y de español.
-«Es una trabajo apasionante. La lengua es el primer factor de integración. Yo siempre les digo que aprendiendo a leer y a escribir y a manejarse un poco en español ya están más cerca de conseguir su sueño»-, comenta África, cuya prioridad son los analfabetos. «Muchos no han podido ir nunca a la escuela. La verdad es aquí te encuentras con unas historias tremendas», dice.
La profesora tiene razón. Cada uno de sus alumnos tiene una historia tremenda que contar. Son siempre relatos de miseria, violencia y un desamparo infinito. Por ejemplo, el de Jackson Triky, un liberiano de 32 años, cerrajero de profesión, que lleva la mitad de su vida rodando por el mundo y chocando con una frontera tras otra. Cuando tenía 13 años, la guerrilla de Roosveelt Johnson entró en su pueblo, Mariland, y se lo llevó. No pudo negarse. O se iba con aquella turbamulta o asesinaban a sus padres o a alguno de sus siete hermanos. Durante seis meses, Jackson fue niño soldado y vivió horrores que todavía le despiertan por las noches -recuerda a una embarazada a la que abrieron el vientre a machetazos y le sacaron el feto-, pero tuvo suerte y pudo escapar de esa pesadilla y volver a casa. Su familia no lo pensó. Los Triky cruzaron la frontera con Costa de Marfil y se instalaron en el campamento de refugiados de Grabo.
Al cabo de dos años, Jackson decidió que no podía seguir esperando, consumiéndose. Europa era su destino. Haciendo autostop, viajó a través de Mali, Senegal y Mauritania hasta llegar a Marruecos. El objetivo estaba más cerca. Trabajando como descargador de frutas, reunió 8.000 pesetas y pudo ocupar plaza en una pequeña patera que, desde Fnideq, entró de noche en Ceuta. Durante nueve meses, este joven liberiano conoció la sordidez y el hacinamiento de Calamocarro. La espera fue dura, pero tuvo recompensa: consiguió el permiso de residencia. Ello le permitió vivir en Madrid, donde trabajó en una peluquería, Santander y La Coruña.
Entrada en colchoneta
Jackson Triky, sin embargo, cometió un error del que nunca ha dejado de arrepentirse: volvió a entrar en Marruecos. Él dice que lo hizo para ayudar a un amigo liberiano. La realidad parece ser menos sugerente. Por lo visto, pasaba una mala racha, decidió bajarse al moro y le pillaron en la frontera. El caso es que no pudo volver a entrar en España y, convertido de nuevo en un indocumentado, vagó sin rumbo por Marruecos. Hasta tres veces se vio detenido y embarcado en un autobús de inmigrantes sin papeles que le dejaba en la frontera de Argelia. Y hasta tres veces volvió a entrar caminando por el desierto. Tras vivir un año en Rabat gracias a la ayuda de Cáritas, a finales de 2007 decidió volver a España de forma clandestina. Lo consiguió la madrugada del pasado 15 de diciembre, en compañía de un amigo. El plan no fue un prodigio de complejidad estratégica. Todo lo contrario. Fue un cara y cruz desesperado. Pero resultó. Se dirigieron a una playa próxima a Fnideq e hincharon una vieja colchoneta llena de remiendos. Jackson llevaba un madero que le serviría de remo. Su amigo, daría impulso desde el agua con unas aletas. Al cabo de dos horas, estaban en Ceuta.
El CETI le parece a Jackson Triky «un paraíso» comparado con Calamocarro, pero tampoco quiere prolongar mucho su estancia. Se muere por obtener otra vez el permiso de residencia, trabajar como cerrajero y no volver a pensar nunca en fronteras. Es el sueño de todos los inmigrantes. Mientras lo esperan, cogen fuerzas. A las dos de la tarde, el comedor del centro está repleto. Hace calor y huele a curri. Los alojados beben zumo de naranja y comen palitos de merluza y dos raciones de paella. Los platos quedan relucientes. Muy pocos atienden la televisión. No les interesa. Quizás porque ‘La ruleta de la fortuna’ no es el programa más indicado para los que llevan perdiendo toda la vida.