JON AGIRIANO / Leiza
Los guardias civiles de la casa-cuartel de Leiza, un municipio gobernado por ANV, resaltan que trabajan con normalidad y que muchos vecinos les aprecian.
DE UNIFORME. El cabo Cacheiro y el guardia Iglesias, frente a la casa-cuartel de Leiza. /Ignacio P érez
Antes de llegar a su destino, la imaginación del visitante ya ha fabricado un buen número de ideas preconcebidas. Quizás porque todavía recuerda la imagen de la antigua casa-cuartel de Leiza, un viejo edificio de aspecto ruinoso, en la entrada al pueblo, que en los años más duros del terrorismo tenía algo de Fort Apache, de puesto avanzado en territorio hostil. Y porque al verla la primera vez imaginó la atmósfera oprimente que debía cuajarse cada día en aquel caserón amenazado, lleno de grietas y goteras –el Ayuntamiento de Batasuna no permitía las reformas–, donde una veintena de guardias civiles vivía descontando los días que faltaban para el regreso a su tierra y donde cada mañana, como hacía el capitán Furillo en la comisaría de Hill Street, el sargento mandaba a sus chicos de patrulla diciéndoles aquello de «tened cuidado ahí fuera».
La realidad, sin embargo, ya no resulta tan inquietante. La amenaza de ETA persiste, pero felizmente ya no es lo que era, y hace tres años que la Guardia Civil dejó la vieja casa-cuartel –ahora se ha convertido en un ‘gaztetxe’ donde cuelgan carteles de amnistía– y se trasladó a la otra parte del pueblo, a un bello caserío llamado Maxurrenea. Al mando del sargento David García y del cabo primero José Cacheiro, 16 guardias civiles trabajan en este pueblo euskaldun de la montaña navarra, cuna de pelotaris y levantadores de piedra.
Son todos jóvenes veinteañeros, solteros o con novias en la distancia, que han venido como voluntarios al Norte para cumplir los tres años de servicio que les permiten coger la ‘Preferente’ y ganar puntos para su elección de destino. Viéndoles en su quehacer diario, uno comprende que la tensión extrema en la que vivían en los años de plomo ha dado paso a un estado que podría calificarse como de concienzuda precaución. Están alerta y su vida social en el pueblo es casi nula, pero la seguridad ya no es una obsesión asfixiante. Ya no quedan guardias que se encierran al regreso de la patrulla, ni cuarteles con sacos terreros.
Un café en el bar
–«Tomamos todas las precauciones porque sabemos dónde estamos. Ésta es una zona conflictiva, pero nuestras pautas de intervención en seguridad ciudadana son las mismas que en otras partes. Trabajamos, sobre todo, en prevención de drogas y en la protección de robos en el polígono y en los bancos. Que nadie piense que sólo nos dedicamos al terrorismo», explica José Cacheiro, dejando la teresiana sobre la mesa y ofreciendo asiento a las visitas. Las pantallas de seguridad ofrecen imágenes muy nítidas de las calles adyacentes al puesto. En las paredes de la oficina cuelga una foto del Rey y un cartel con los rostros de los etarras huidos más buscados. Sobre los de Saioa Sánchez y Ander Mujika alguien ha pintado con esmero una rejas.
Con el sargento de permiso, el cabo primero, un malagueño con 23 años de experiencia en el Norte, lleva la voz cantante. Su mayor deseo es romper con el estereotipo de una Guardia Civil apartada del pueblo y mirada con odio por el vecindario. Aunque en Leiza gobierna ANV y son muchos los que no han podido olvidar la imagen desoladora del puñado escaso de vecinos que se atrevió a concentrarse en la plaza del Ayuntamiento para condenar el asesinato del concejal de UPN Javier Mujika en 2001, Cacheiro no se siente en absoluto un apestado. Para demostrarlo invita a tomar un café en un bar cercano, donde su presencia y la del guardia que le acompaña, el coruñés Moisés Iglesias, es vista con naturalidad por los parroquianos que juegan la partida y dan voces en euskera.
–«Aquí hay mucha gente que nos aprecia, aunque no se atreva a demostrarlo. El miedo existe y lo entendemos. Pero le aseguro que también existe un idioma mudo que es real: gente que te guiña el ojo, que te sonríe o te llama para agradecerte algo. No es que te vayan a dar un abrazo por la calle. A veces ni te saludan. Pero lo entendemos. No podemos pedir que la gente nos quiera y además sea valiente. Nos conformamos con saber que muchos nos aprecian», dice el cabo.
–«Eso lo notas cuando vienen a pasar la revista de armas. En estos pueblos hay mucho cazador y más de una vez hemos comido jabalíes que nos han regalado», apostilla Moisés, que con tres años en Leiza es el más veterano del cuartel.
–«¿Que hay gente que nos odia? Por supuesto. Pero el que te odia no te lo demuestra por la calle. Lo disimula», apunta Cacheiro.
En Maxurrenea se venera la memoria de Juan Carlos Beiro Montes. Hay dos placas que le recuerdan en el zaguán de la entrada. Una contiene una pequeña fotografía de carnet del cabo y un poema de Machado: «Despertad, cantores, acaben los ecos, empiecen las voces». La otra recuerda que fue asesinado en atentado terrorista el 24 de septiembre de 2002. Ninguno de los guardias destinados ahora en Leiza fue testigo de los hechos, pero cualquiera podría relatarlos y decir que, a las doce y media del mediodía de un martes cualquiera, una llamada al viejo cuartel alertó de que, en un recodo de la carretera del puerto de Urko, ya cerca de Berastegi, había una enorme pancarta con el anagrama de ETA, un tricornio situado en el centro de una diana y una leyenda que decía: «Gora ETA, GC jo ta bertan hil» (Guardia Civil, toma y muere aquí mismo). Junto a la pancarta había un bidón.
Mujer y dos hijas
En apenas un cuarto de hora, la Guardia Civil se presentó en el lugar. Los agentes se acercaron con precaución. Aquello podía ser una trampa. Lo era. El bidón contenía quince kilos de explosivo y metralla. Los terroristas accionaron el mando de radio frecuencia y la bomba explotó. Juan Carlos Beiro murió al instante, con el abdomen destrozado por la metralla y por las balas del cargador de su pistola, que reventaron por simpatía dentro de su vientre. Tenía 32 años, dos hijas mellizas y una mujer que cada 22 de septiembre vuelve al lugar del atentado para participar en el homenaje que le brindan a su marido sus compañeros de Cuerpo.
–«En 23 años he enterrado a muchos amigos y compañeros. Pero tienes que tener un chip para borrar algunas cosas y seguir adelante. De lo contrario, no vives»–, explica Cacheiro.
Es lo que piensan también el zamorano Oscar García y su compañero, el donostiarra Óscar Camarzana. Acaban de llegar de patrulla, 100 kilómetros en siete horas por pueblos de postal y carreteras de montaña. Al bajarse del todoterreno blindado, sudan bajo el chaleco antibalas.
–«Siempre tienes presente el peligro, pero no puedes vivir amargado. Al principio, cuando vine hace tres meses, estaba un poco asustado. No sabes con lo que te vas a encontrar. Pero en poco tiempo descubres que la gente no se mete contigo y que puedes hacer un trabajo normal, como en otra parte», dice Oscar García.
Su compañero de patrulla va más allá.
–«Aquí hay zonas muy alejadas de todo, incluso sin cobertura de móvil. Y a la gente le gusta verte, saber que estás a su disposición si tiene un problema. Para eso estamos».